Hola, yo soy Yolanda Montes, pero todos me conocen como Tongolele, y esta es mi historia.
Nací en Spokane, Washington, en Estados Unidos, en una familia de raíces diversas: mi padre era sueco-español y mi madre, tahitiana-francesa. Desde niña supe que no era como las demás; mientras otras jugaban con muñecas, yo prefería salir a la calle en bicicleta o patines.
Siempre fui aventurera y nunca me quedaba quieta en casa. Mi destino parecía estar marcado desde el principio.
Desde pequeña, la música tahitiana resonaba en mi hogar, gracias a mi abuela. Nunca me enseñaron a bailar formalmente, pero mi cuerpo respondía instintivamente al ritmo.
Bailar era algo natural para mí, un impulso atávico que no necesitaba de clases. Ya en la escuela destacaba por mis movimientos y cuando llegué a la adolescencia, mi pasión por el baile era evidente.
A los 15 años, decidí entrar en el mundo del espectáculo, y sin siquiera pensarlo, mi vida cambió para siempre.
Mi llegada a México fue como un flechazo. Me enamoré de su cultura, de sus colores y de la vida nocturna vibrante de los años 40.
Pronto me contrataron en el famoso cabaret Tropic en Tijuana, y luego llegué a la Ciudad de México, donde trabajé en los teatros más importantes de la época. Fue en el Teatro Follies donde mi nombre se convirtió en leyenda.
Para ese entonces, ya no era Yolanda Montes, sino Tongolele, un nombre que surgió casi por casualidad, pero que me marcaría de por vida.
Mis bailes exóticos y sensuales causaban revuelo. Mostraba mi ombligo, algo impensable en aquella época, y mis movimientos eran considerados demasiado atrevidos.
La prensa me bautizó como un símbolo erótico junto a figuras como Pérez Prado y María Victoria. A pesar de las críticas y la censura, mi arte no era vulgar ni provocativo, simplemente era una expresión de libertad y pasión.
La gente acudía en masa a verme, y hasta la Liga de la Decencia intentó boicotearme. Pero yo solo quería bailar.
El cine no tardó en llamarme. Mi primera película fue Un baile en la noche (1948), y luego vendría Han matado a Tongolele (1949), donde interpreté una versión ficticia de mí misma.
A lo largo de mi carrera compartí escena con íconos del cine mexicano como Germán Valdés "Tin Tan", con quien filmé varias películas. En el escenario, improvisaba mis movimientos, cada show era único, y esa autenticidad me mantuvo vigente por décadas.
Pero más allá del espectáculo, fui una mujer que tomó sus propias decisiones. Decidí ser madre soltera en una época donde eso era impensable. Tuve a mis hijos sin casarme, porque sabía que mi carrera era mi vida y no permitiría que nadie me la arrebatara.
Bailé hasta los ocho meses y medio de embarazo, y cuando mis gemelos nacieron, la gente no creía que eran míos. Viajaron conmigo a todas partes; nunca los dejé atrás. Criarlos fue mi mayor alegría y logro.
En el amor, encontré en Joaquín González, un talentoso bongosero cubano, a mi compañero de vida. Nos conocimos en un teatro, fuimos amigos por años hasta que el destino nos unió para siempre.
Su apoyo fue fundamental en mi carrera y en nuestra familia. Él entendía mi arte, mi ritmo y juntos creamos una vida plena y llena de música.
Con el paso de los años, mi legado se consolidó. Inspiré a muchas otras bailarinas y fui pionera en mi estilo. Mi imagen quedó inmortalizada en el cine, la televisión y la cultura popular. Artistas e intelectuales me reconocieron como un ícono, desde Carlos Monsiváis hasta Celia Cruz, quien fue mi gran amiga.
Hoy, después de tantas décadas, sigo creyendo en el destino. Nunca me he retirado ni lo haré, porque bailar no es solo un oficio, es mi esencia.
Bailo para mí, porque me llena de vida, porque es tan natural como caminar. Mientras haya música y un escenario, ahí estaré, sintiendo cada ritmo con todo mi ser. Soy Tongolele, y seguiré bailando hasta el final.